Ahora hace diecisiete años nacía iCat, se emitía el primer Polònia en TV3, todavía faltaban dos y tres años para los debuts de Els Amics de les Arts y Manel, respectivamente, moría Rocío Jurado y Joan Miquel Oliver publicaba su primer disco en solitario, Surfistes en càmera lenta. A la mayoría les podría parecer que se trataba de un pequeño divertimento por parte del músico de Sóller, puesto que en aquel momento su grupo, Antònia Font, vivía un momento particularmente dulce después de los éxitos conseguidos con Alegría (2002) o Taxi (2004). De hecho, si unos años antes de Surfistes Joan Miquel ya se había escondido bajo el nombre de Droguería Esperança en el poemario sonoro Odissea trenta mil, ¿por qué no tendríamos que pensar que, ahora, simplemente surfeaba para jugar?
Lo que ha pasado después –los años y los discos–, certifica a Surfistes en càmera lenta como el inicio de una carrera personal sólida, compaginada con la militancia en Antònia Font hasta la disolución del grupo, y que hasta 2020 suma cinco álbumes más, por no hablar de sus aventuras literarias en los ámbitos de la narrativa o el teatro.
Si las canciones de Oliver para Antònia Font ya habían marcado un remarcable punto de inflexión en la crónica de la música en catalán de inicios de siglo, ahora el autor sentía la necesidad de afirmarse en primera persona con una colección de once canciones donde los píxeles congelados que sugiere el título del disco se alternan con imágenes perturbadoras (“La mujer que mordió un piano”) y la melancolía más elegante (“Payaso”).
Un cancionero que nos ofrecía y nos ofrece vistas privilegiadas del retrovisor del gran Emerson Fittipaldi, saltando desde la hoguera marciana instrumental de “Soy un lo-fi” a un “Pícnic” tan efímero como feliz. Todo ello, impulsado por el “Rellotge” que abre el disco, que tal vez también nos sirva para entender las razones del artista a la vez de emprender este nuevo camino:
“rellotge calculadora ja sumes 30 anys / … / Rellotge tens sa vida per davant / rellotge no te pots aturar”.